Fuera caretas, y arriba las vidas normalmente imperfectas.

El otro día me levanté muy animada porque tenía un plan “glamouroso” con una amiga. Me había puesto monísima y había estrenado el “eyeliner” que me regaló mi hermana. Fui azotada a la cocina a preparar los desayunos de la tropa y el «brik» de leche se me resbaló de las manos, lo agarré al vuelo y lo espachurré de forma que toda la leche salió a presión como un aspersor a mi “careto”. El “eyeliner” se emborronó y empezó a resbalar a chorretones por mis mejillas. Mi look tan meditado se fue a la porra y mis zapatos rezumaban leche en cada pisada.

¡No importa! Me cambié corriendo y me arreglé de nuevo. Fui a dejar a los niños y al ir a sacarlos del coche y cargar al pequeño, sonó una especie de “¡splash!”.

Había hecho una “caca trepadera”, esas que suben por la espalda, salen por el cuello y se meten por todos los recovecos y lorzas de su cuerpecillo. Me miré el jersey  y las manos y estaba literalmente hecha una mierda. Mi plan “glamouroso” acabó en “cochambroso” y me piré para casa sintiéndome muy “Bridget Jones”.

Me puse a mirar el Facebook, y pasaban  delante de mis ojos imágenes de viajes de película, pescados carísimos, perfumes de precios prohibitivos  y potingues milagrosos, cuerpos de escándalo y vidas perfectas.

Yo sacaba de mi nevera las recurrentes pechugas de pollo, intentando recordar cuándo había sido la última vez que me había tomado una langosta, y pensando que mi último viaje potente había sido el que me dio la factura de gas. Mientras, respiraba el perfume que emanaba mi ropa, apartada para lavar. Era una mezcla de leche cortada con caca. Olía a vaca.

Lo lógico y normal es saber que hay días así, en los que todo sale al revés. Saber que lo que sale en las redes es solo la cara amable de la vida de la gente común y sería absurdo hundirse y meterse en la cama creyendo tener una triste vida.

Pero pienso que en cierta medida, está afectando un poco todo esto. Y más cuando leía este artículo.

A veces llevamos una doble vida: La vida de nuestra cueva, nuestra casa, donde nos relajamos y sentimos a gusto con nuestro moñaco y nuestra cara lavada disfrutando de unos huevos con patatas. Y la vida de las redes, ésa en la que intentamos aparentar que todo es perfecto, en la que subimos el solomillo de primera como si  lo comiéramos habitualmente y por nada del mundo mostramos nuestro perfil malo.

Por la tarde consolaba a una de las niñas que me estaba armando un drama, porque no la habían escogido en una prueba y era la tercera vez que lo intentaba.

Quizás le tendría que haber dicho una de esas frases tan de moda como: “¡No te canses de intentarlo y cumple tu sueño!”, “¡Con ilusión y corazón conseguirás tu meta!”, “¡Tú puedes con todo!”.

Pero le dije: «Bueno, inténtalo, pero si ves que no te sale, no pasa nada. Quizás haya otra cosa que se te de mejor»

Vivimos bajo la  presión de tener que ser buenos en todo, aparentar llevar vidas idílicas. Ser guapos, simpáticos, listos, deportistas, cocinar bien, y poder con todo.

Yo no quiero hijos perfectos, quiero hijos felices. Que sean conscientes de sus limitaciones y defectos y luchen por mejorarlos. Hijos fuertes, que el día de mañana cuando les digan no, no se hundan y sigan para adelante. Que si les sale un grano, no se nieguen a salir en la foto. Hijos que se equivoquen y sepan pedir perdón. Qué cuando no puedan con todo, sean humildes y se dejen ayudar. Quiero hijos sencillos, que quieran a todo el mundo como es.

Que de toda la vida se ha tenido un amigo despistado, un amigo impuntual, un amigo gordito y otro flacucho, un amigo serio, un amigo chistoso, y una amiga Bridget Jones. ¡Cada uno con su encanto!

Me gusta la gente sin postizos, con vidas transparentes. Personas auténticas, sin caretas, que se quieran como son y se hagan querer así. Me gustan mis amigos reales e imperfectos como yo.

Aquí os dejo una receta para el día a día. Rápida, fácil, económica y buenísima. De pechugas de pollo, claro.

¡Espero que os guste!